La mañana del 7 de octubre de 2023 comenzó como cualquier sábado en Israel. Era Shabat, la jornada semanal de descanso, y también el último día de la festividad de Sucot. Pero en cuestión de horas, ese día se convertiría en el más traumático en la historia del Estado judío desde su fundación.
El ataque coordinado de Hamás no fue simplemente una operación militar exitosa contra un vecino poderoso. Fue un colapso sistémico que expuso vulnerabilidades profundas en lo que el mundo consideraba el aparato de seguridad más sofisticado del planeta. ¿Cómo fue posible?
La respuesta no reside en un solo error, sino en una convergencia catastrófica de factores. Por un lado, estuvo lo que los analistas israelíes llaman "ha-conceptzia" - "el concepto". Esta era una suposición profundamente arraigada en la inteligencia israelí de que Hamás se había vuelto una organización "racional", más interesada en gobernar Gaza que en librar una guerra existencial. Cualquier señal de preparativos bélicos fue sistemáticamente interpretada como bravuconería o ejercicios de entrenamiento.
Mientras Israel confiaba en su "concepto", Hamás ejecutaba uno de los engaños más efectivos en la historia del conflicto moderno. Durante más de dos años, simuló estar enfocado en acuerdos económicos con Qatar y en la administración de Gaza. Sus líderes, especialmente Yahya Sinwar, se presentaron como administradores pragmáticos. Incluso realizaron ejercicios de invasión a la vista de las cámaras israelíes, convenciendo a los analistas de que era teatro para consumo interno.
La tecnología, tan celebrada en los corredores de poder israelíes, mostró sus límites. El muro inteligente de $1.100 millones, equipado con sensores sísmicos, cámaras y sistemas automatizados, fue vulnerado con métodos sorprendentemente simples: drones baratos para destruir torres de vigilancia y explosivos para abrir brechas. La lluvia de cohetes inicial no solo sembró el pánico, sino que sirvió como cortina de humo perfecta para la infiltración terrestre.
En las horas y días posteriores al ataque, mientras las imágenes de civiles masacrados y soldados sorprendidos dormiendo en sus bases circulaban por el mundo, Israel experimentaba un shock existencial.
El establecimiento militar, otrora intocable en la sociedad israelí, enfrentó su mayor crisis de credibilidad. La renuncia del jefe de la Dirección de Inteligencia Militar fue solo la punta del iceberg. Comandantes de brigadas completas admitieron "fracaso en la misión fundamental de proteger a los ciudadanos". Las FDI, que durante décadas habían construido una imagen de invencibilidad, aparecían ahora como vulnerables y desprevenidas.
Pero el terremoto fue aún más profundo en el ámbito político. Benjamin Netanyahu, el "Mr. Seguridad" que había construido su carrera política sobre la premisa de ser el garante último de la seguridad israelí, vio derrumbarse su legado en cuestión de horas. Su negativa inicial a aceptar responsabilidad -argumentando que "habrá tiempo para investigaciones después de la guerra"- solo alimentó la ira ciudadana.
Las protestas estallaron casi inmediatamente. "Nunca más" se convirtió en el grito unificado de una ciudadanía que sentía que el contrato social básico -protección a cambio de lealtad- había sido violado. Familias de rehenes y sobrevivientes se transformaron en una fuerza política imparable, exigiendo no solo la liberación de sus seres queridos, sino también rendición de cuentas por los fallos.
Internacionalmente, el daño fue igualmente profundo. El "efecto Mossad" -esa aura de invencibilidad que había servido como disuasión estratégica- se resquebrajaba. Aliados que habían confiado ciegamente en la inteligencia israelí comenzaron a cuestionar su fiabilidad. Adversarios regionales reevaluaron sus cálculos sobre las verdaderas capacidades defensivas de Israel.
Lo que hace particularmente traumático el 7 de octubre es que no fue simplemente una falla técnica o táctica. Fue un colapso de la imaginación estratégica. Los mejores sensores del mundo son inútiles cuando los analistas descartan la evidencia porque no se ajusta a sus suposiciones preconcebidas. La tecnología más avanzada es vulnerable cuando la doctrina operativa se vuelve arrogante.
Hoy, meses después, Israel sigue procesando el trauma. Las investigaciones oficiales avanzan, las renuncias continúan, y el panorama político se reconfigura. Las encuestas muestran un desplome sin precedentes en la popularidad de Netanyahu y un ascenso de figuras como Benny Gantz, que representa una alternativa más centrada.
Pero más allá de los cambios políticos inmediatos, el 7 de octubre ha dejado una cicatriz permanente en el alma nacional israelí. Ha forzado una reevaluación completa de lo que significa la seguridad en una región volátil. Ha demostrado que ni los muros más altos ni la tecnología más avanzada pueden reemplazar la humildad estratégica, la diversidad de pensamiento en inteligencia y la constante cuestionación de las suposiciones básicas.
El trauma del 7 de octubre es, en esencia, la dolorosa lección de que en materia de seguridad nacional, la complacencia es el enemigo más peligroso. Y que incluso el sistema más sofisticado puede colapsar cuando confunde lo que espera que ocurra con lo que realmente está por ocurrir.
El trauma del 7 de octubre probablemente tendrá efectos duraderos. Netanyahu se ha negado sistemáticamente a aceptar responsabilidad personal, argumenta que "habrá tiempo para investigaciones después de la guerra". Ha intentado distribuir la responsabilidad entre el establishment de seguridad
La verdadera magnitud de las consecuencias políticas se verá cuando concluya la operación militar en Gaza y se completen las investigaciones, pero está claro que el sistema político y de seguridad israelí experimentará transformaciones profundas como resultado de estos fallos históricos.